Un año de pandemia: viaje de incertidumbre y miedo

Un año. Un año en el que nos hemos convertido en epidemiólogos sin título, en vigilantes de balcón, en científicos… Un año en el que hemos incorporado expresiones que ya son parte de nuestro día a día, como “confinamiento”, “desescalada” o “inmunidad”. Un año que ha golpeado tan fuerte nuestra vida como un tsunami, porque después ha habido olas, y bastante grandes, casi hasta nos hemos podido etiquetar de surferos.

El sábado 14 de marzo de 2020 Pedro Sánchez decretó el estado de alarma y confinamiento domiciliario en toda España, que a priori iban a ser dos semanas, pero que abarcó hasta mayo, cuando ya empezó la desescalada. La covid-19 ha traído consigo lo que llamamos la “nueva normalidad”, con toque de queda, distancia social y mascarillas.

Un año en el que además de aprender terminología científica, se han frivolizado cifras de escándalo. La nueva ola de la indiferencia es la de los muertos: se comunican 400 fallecidos diarios y no impacta. A ello se suma la economía del país y, aunque ya lleguen las distintas vacunas, algunas personas no le ven fin y reviven aquellos momentos en los que salían a aplaudir a los sanitarios al balcón. Antes de eso vivimos un periodo de tiempo en el que se intuía el encierro, pero no cuándo. Fue la semana del 9 de marzo de 2020, la semana globo: se fue inflando hasta tal punto que se hizo tan grande que explotó.

“No entendía los aplausos de las ocho porque nosotros estábamos haciendo nuestro trabajo”, explica Marisol San Emeterio Barragán, auxiliar de enfermería en el Hospital Costa del Sol. Ella vivió esa semana con mucha incertidumbre y miedo por lo desconocido, ingresaban muchos pacientes en estado grave y la situación era insostenible. Recuerda que, además, no tenían ni mascarillas ni los EPI para protegerse y en su lugar usaban bolsas de basura.

A ello se le suma que, al no tener mucha información sobre la enfermedad, no sabían por dónde ni cómo podía transmitirse o infectarse ellos mismos. Ahora ya lo tienen más controlado y están bien equipados. Sin embargo, afirma que la tercera ola ha sido peor que la primera, ya que ha habido más presión hospitalaria, y en parte se debe a la relajación de la población: “Antes la gente tenía miedo, pero ya no, al menos no tanto”, sentencia.

“Yo estaba preocupado desde tiempo antes”, confiesa Rafael García Maldonado. En la farmacia, a través de la prensa, recibían adelantos de lo que pasaba en China, de lo que se preveía que podía ocurrir aunque no pareciera probable. “Ya se empezaba a saber algo, y lógicamente no había que ser catedrático de microbiología para pensar que esto podía extenderse rápidamente”, expresa, y lamenta que el Gobierno “le quitó importancia desde el principio, como con la manifestación del 8M”. 

Remarca que las farmacias son centros sanitarios también: “La mayoría de gente que viene a la farmacia es porque tiene un problema de salud, viene todo el mundo enfermo o a punto de estarlo, o con una patología crónica”. No sabían cómo actuar, si tenían que poner limitaciones, pero de las cinco personas del equipo no faltó ninguna por compromiso y responsabilidad.

Rafael señala que los farmacéuticos en los pueblos tienen una triple vertiente: son psicólogos, médicos y enfermeros. “Aquí hay gente con una situación ansiosa o de preocupación muy grande e intentamos explicar un poco qué estaba pasando, sin saber nosotros muy bien lo que era porque no lo sabía nadie”, dice. No había mascarillas y las pocas de las que disponían eran caras. Pese a ser un recuerdo lejano y duro, también lo califica de gratificante porque jugaron “un papel digno y bueno de cara a la población”

Los medios de comunicación han jugado un papel importante y, por ello, fueron clasificados como servicio esencial. “Todos los periodistas hemos reflexionado sobre el papel de los medios, tratamos de ser lo más útil posible, sobre todo en el confinamiento, y teníamos que ser un buen servicio público”, sostiene José María De Loma, redactor jefe de La Opinión de Málaga.

Cuenta que en febrero la covid-19 iba ocupando espacio en la agenda de preocupaciones y la mediática, pero todo se vino encima rápido y se precipitó en unos días: “Oí a Inés Arrimadas pedir el estado de alarma el miércoles previo, eso no estaba en nuestro imaginario y nos chocó un poco, pero se metió en el lenguaje político esos días y luego todo sucedió muy deprisa”.

Al principio se movilizaron para hacer informaciones didácticas y explicar a la gente los efectos de la enfermedad y de las medidas. Tuvieron que adaptarse, los medios se convirtieron en monotemáticos. “Hubo que inventar rápidamente géneros, dijimos de hacer una serie sobre cómo vivían los principales políticos de Málaga su confinamiento, cómo los médicos lo estaban abordando, gente que cabe en la UCI”, detalla.

Empezó yendo un pequeño retén de la redacción por la mañana a trabajar, pero luego se impuso el teletrabajo. Tuvieron que organizar la dinámica interna del periódico, tanto de la web como del papel, y que todos tuvieran el equipo necesario para trabajar en sus casas, todo se digitalizó y su labor era mayormente dar los datos diarios de contagios, muertes, ingresos, curados y la incidencia acumulada. Estas noticias eran las más leídas. No ocultaban la gravedad de la situación, pero tampoco llegaban a ser “absurdamente optimistas” a la hora de informar a la población.

Ahora los periodistas tienen la agenda llena de contactos de médicos, virólogos y responsables sanitarios. Pero si algo remarca De Loma es la necesidad de tener a gente que sepa interpretar bien esos datos reales que se publican: “Ha sido de gran importancia saber divulgar y comunicar teniendo buenas fuentes”.

Francisco Javier Paniagua, profesor de Periodismo en la Universidad de Málaga, recuerda esa semana como algo extraña, que se veía venir algo nuevo, pero no le dio mucha importancia por pandemias anteriores como la de la gripe A de 2009, y lo relativizó todo bastante. “Además, en la universidad teníamos huelga de limpieza y todo estaba un poco patas arriba, el alumnado estaba nervioso, parte del profesorado también”, puntualiza.

El cuatrimestre acababa de empezar y él estaba ilusionado: “Tenía todo diseñado para disfrutar y hacer disfrutar al alumnado durante el curso”. En el máster pudo dar su última clase presencial, pero en el caso del grado solo le dio tiempo a compartir apenas cinco sesiones con los grupos del tercer curso. Todo cambió el jueves 12 de marzo.

“Era por la mañana y el grupo de WhatsApp de clase comentaba que había un contagio de coronavirus en la Facultad que no se comunicó y nos empezamos a quejar de la gestión”, recrea Juan Manuel Torres, estudiante de Periodismo en la UMA. Tuvieron que escribir un comunicado para no ir a clase, también por la huelga de limpieza, que dificultaba las condiciones mínimas de higiene.

Torres es de Granada y al ver el aumento de casos, se asustó, cogió algunas cosas de su piso de estudiantes y se fue, aunque con la sensación de que solo cerrarían 15 días para controlar la expansión. “Me fui por la mañana, pero muchos de mis compañeros siguieron cuando aún solo se rumoreaba que se iba a cerrar, y así fue el viernes, ya comunicaron que no iban a abrir”, narra.

Paniagua se enteró con una llamada de una compañera: “Me dijo que se suspendían las clases. En un primer momento, no supe asimilar si era por la huelga de limpieza o por la covid”. Ese día se quedó hasta última hora en la Facultad porque quería cerrar asuntos y saber si tenía que llevarse material para casa.

Ambos coinciden en que no se esperaban todo lo que vino. Juan Manuel defiende que en ningún momento pensó que ese iba a ser su último día de clase y que volverían a las pocas semanas, al igual que su profesor, Paniagua, que creyó que sería solo por 15 días. Además, él es persona de riesgo al tener diabetes, y el bloqueo y el miedo rondaban en su cabeza. La “saturación informativa” tampoco le ayudaba.

Tuvo que preparar la adaptación al modelo online de la docencia: “Me fui un viernes a casa y tuve que improvisar en un fin de semana las clases”. Lo primero que hizo fue empatizar con sus estudiantes y luego programó las clases. “Para mí, la educación es el mejor ascensor para garantizar la igualdad de oportunidades, y tenía que pensar en todos y cada uno de los casos, que nadie se quedara atrás”, cuenta.

Él ya tenía planeada la docencia con evaluación continua, por lo que solo cambió las exposiciones y reforzó las tutorías. También intensificó los canales de comunicación con el alumnado a través de Telegram y WhatsApp, “especialmente” con las representantes. “Nunca olvidaré este curso, es de esos que siempre dices: ‘nuevos principios y nuevos finales’, eso ha sido el curso 2019/2020 para mí”, detalla.

Lis es camarera en un bar de Málaga. Ella recuerda esos días como algo extraño, el ambiente con los clientes era raro. “Nadie creía lo que estaba pasando, ni siquiera se creían que el coronavirus era real”, expresa. Los trabajadores iban allí sin protección ni mascarillas, todo era relativamente normal, salvo el jaleo y los rumores de lo que estaba por llegar: el confinamiento domiciliario.

El 14 de marzo, cuando se anunció el estado de alarma, fue a trabajar sin saber que era el último día en semanas. “No había nadie en el bar, estábamos solos”, lamenta. Ese día cerraron antes de hora, a las 17.00. El jefe, poco tiempo después, les comunicó que ya no volverían a abrir hasta que se pudiera, por lo que la puerta se cerró hasta nueva orden, con restricciones, medidas de seguridad y aforo limitado tanto dentro como fuera.

“Esa semana fue desbordante, caótica, la gente se volvió loca”, destaca C., reponedor de un supermercado de El Jamón que prefiere no dar su nombre. Tiene muy presente aquella semana, sobre todo el impacto de ver las estanterías vacías: “Llevo trabajando de esto 30 años y nunca había visto nada igual en mi vida, era como si hubiese una guerra”. En los días más duros cerraban a las 19.00h, pero se quedaban reponiendo todas los pasillos vacíos. “Trabajábamos el doble, y los que empezábamos a las 14.00, teníamos que entrar a las 12.00”, señala.

Harina, huevos, pasta, agua, latas y papel higiénico es en lo que más desabastecimiento había. A la gente le salió una nueva afición: hacer pan. Todos se convirtieron en panaderos caseros y lo compartían en sus redes sociales, que se llenaron de todo tipo de formas y colores de distintos panes. La otra cara es distinta: “No había levadura ni quien la fabricase, y estuvimos sin harina mucho tiempo”, resalta.

Los clientes arrasaban con los productos desde primera hora, como si no pudiesen salir en semanas, y salieron a la luz divertidas escenas dignas de The Walking Dead, con los consumidores como zombies corriendo por los pasillos y llenando sus carros, u otros personajes que salían de su casa con indumentaria peculiar: desde garrafas en la cabeza hasta uniformes militares y máscaras de gas, pasando por bolsas de plástico.

Esta pandemia nos ha quitado muchas cosas y se ha llevado muchas vidas por delante, pero también ha traído aspectos positivos: la unión por un bien común, la importancia de la ciencia y sus investigaciones, la relevancia de los medios de comunicación y de la información, aprender a buscar e interpretar datos, y un amplio vocabulario nuevo. Y a reírnos en los peores momentos, que en eso España es líder.

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