Mis últimos días normales

Decir que hace un año tuvimos nuestros “últimos días normales” es una expresión tan fuerte como cierta. La normalidad que conocíamos ya no existe. ¿Qué era lo normal? Para entonces era verle la cara a tus amistades, compañeros y gente que, quizás, no te cae tan bien o ni conoces. Estudiar, trabajar, moverse. Entrar a un bar y que el olor a café por la mañana te impregne la cara. Dar un abrazo o, sencillamente, ver a alguien sonreír.

La normalidad desapareció el 14 de marzo de 2020.

Aun viviendo la misma circunstancia, el mismo sentimiento de miedo e incertidumbre, cada persona tiene su propia historia. Y ese recuerdo de aquellos “últimos días normales” han permanecido anclados en nuestra retina y en nuestra memoria todo este tiempo. Algunos son caóticos, otros se rememoran con nostalgia; también arrepentimiento, incluso, por rechazar planes tan sencillos como salir de casa. Y hoy eso es un lujo. Las vueltas que da la vida.

Si tuviera que definir mis “últimos días normales” con una palabra, esta sería caóticos. El propio ajetreo de mi antigua rutina; ir a clase, con el recién estrenado segundo cuatrimestre, y mis prácticas. Le vi las orejas al lobo el 3 de marzo en el Palacio de Ferias y Congresos de Málaga: fui a cubrir el Foro Europeo de Robótica. El coronavirus ya había llegado a España y estaba empezando a campar a sus anchas.

“Ahí va gente de todas partes, imagínate que lo pillamos”, bromeé con mi compañero, el cámara, y le quitó importancia. Para nuestra sorpresa, en la puerta, antes de entrar, nos tomaban la temperatura con el termómetro. Aquella pistola que te apunta a la frente y solo deseas, en los escasos segundos que tarda, salir ileso. Pudimos acceder al recinto, y también nos echamos gel hidroalcohólico en las manos. Fue el último evento multitudinario al que acudí, sin siquiera plantearme esa posibilidad.

El 6 de marzo fue la huelga por el Día Internacional de la Mujer, y solo fuimos a clase 10 personas, contando al profesor. Allí era el único sitio que estaba en contacto con más personas. Decidí, muy a mi pesar, no ir a la manifestación del 8M. Demasiada gente junta en un momento de máxima expansión. No me pareció apropiado, pero igual que ir a ninguna parte con multitud de personas: ni mítines ni lugares muy concurridos. 

Ese fue el último viernes de clase. Y no lo sabíamos.

Ya íbamos con cuidado, ya no hacían tanta gracia los chistes ni la canción del coronavirus. Aunque sin mascarillas, sí íbamos con un mínimo cuidado de higiene, sobre todo de manos. Mínimo porque esos días coincidieron con la huelga de limpieza de la Universidad, que también me tocó cubrir. Todo estaba hecho un desastre, menos las propias aulas, con basura por todas partes, hasta en los baños. Y empezaron a salir a la luz los primeros casos de infecciones en la UMA.

Lo surrealista y divertido de tener puertas cerradas, guardias vigilando y el uso de “pasadizos secretos” por el parking para ir de una clase a los ordenadores, por los piquetes de los trabajadores, chocaba con el miedo palpable en el ambiente de lo que estaba por llegar. Es asombroso la facilidad con la que normalizamos las tragedias: antes, con un solo positivo, ya saltaban las alarmas. Ese pánico hoy en día no existe.

A mí nunca se me olvidará la mañana del jueves 12 de marzo de 2020. Me sentí como una niña que hace una pompa con un chicle y se hace tan grande que le explota en la cara. 

Tenía que ir por la mañana a la Facultad a sustituir una baja -yo tengo el turno de tarde-, locutar la pieza, y luego hacer un trabajo con mi grupo para clase. Al final estuve más tiempo del esperado en la redacción, y allí estalló la bomba. A todos nos llegó un correo con el primer caso confirmado de coronavirus en el edificio. Empezó la locura. El grupo de clase echaba humo. Al final decidieron no ir esa misma tarde y mandar un “comunicado oficial” a los docentes para hacérselo llegar. Yo, como representante, me encargaría de ello.

No pude ir con mis amigas a acabar el trabajo, ya no solo por haber tardado más en la redacción, sino por todo lo que se me vino encima. Me fui por los pasillos a buscar a los profesores que tendríamos después, sobre todo a los de una asignatura de la que nos examinábamos. Se lo expliqué y no hubo problema en no hacerlo. Era lo más coherente. Con cientos de mensajes, mandé un audio a mis compañeros. No se iba a clase, ya sin problema.

Sentí mucho agobio en aquellos momentos, no solo por tener que hacerlo todo rápido, sino también la presión de comunicarlo, buscarles en persona, y en tiempo récord. A ello se le sumó el miedo a contagiarme, el miedo al coronavirus. Una vez estaba todo un poco más aclarado, al menos con el examen, me senté en la cafetería a comer con mi amiga y compañera de clase Rocío. Me dejó su portátil y ahí fue cuando redacté el comunicado y se lo envié a todos los profesores de ese cuatrimestre. No íbamos a ir más a clase en esas condiciones: ni por el coronavirus ni por la basura, mala combinación, y menos habiendo gente de riesgo entre nosotros o siendo convivientes.

Comer no comí. Solo me llevé a la boca tres cucharadas contadas. Escribí temblando. Estaba asustada, Asustada y agobiada por las circunstancias, porque, además, tampoco había podido ir a ayudar a mi grupo. Rocío lo notaba, y yo se lo decía. Me estaba sobrepasando todo. Menos mal que todos los docentes contestaron estando conformes y defendiendo que era lo más sensato. El grupo de clase se relajó. Un peso menos.

Mi amiga y yo nos quedamos un rato más, ella tenía que cargar el móvil y nos fuimos a la sala de trabajos. También fue la última vez allí. Hablamos con tres profesores sobre varios temas, pero el principal fue el inevitable: seguro que iban a cerrar y no habría clases, al menos, durante dos semanas. Todos lo teníamos asumido. Al menos fueron unos buenos minutos de charla. La última en meses.

No hubo tiempo de despedidas. Llegué a mi casa y estaba el informativo de la tarde puesto. Mi madre me miró asustada. Yo estaba blanca. Ni siquiera me pude despedir de mis amigos. Fue todo tan repentino… Esa misma noche, Juanma Moreno anunció el cierre de colegios y universidades a partir del viernes 13. Qué mal número, qué mal día. El sábado 14, compareció Pedro Sánchez anunciando el estado de alarma. 

El resto ya es historia.

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